NUESTROS HIJOS SON FELICIDAD
Nuestros hijos son “nuestros”, pero, habría que agregar, más que ser nuestros son de Dios. Nosotros pusimos las condiciones biológicas para engendrarlos. Pero en el mismo instante de su concepción, Dios infundió una semilla de vida un alma espiritual.
Nuestros hijos son un don, un regalo que Dios nos hace. Él nos ha confiado un don precioso, al cual debemos cuidar y servir con amor y responsabilidad. Un don que, en lo más profundo, entraña un misterio que nosotros, poco a poco, vamos a ir descubriendo, aunque nunca en su totalidad.
Es una actitud de profundo respeto, ya que considerar a nuestros hijos como un regalo de Dios nos lleva, en primer lugar, a profesarles un gran respeto. Porque ellos, antes de ser nuestros hijos, son hijos de Dios.
El respeto es una actitud que permite que el otro sea quien es y que, con actitud de servicio y delicado tino, lo ayuda a llegar a ser lo que debería ser. El respeto no hiere, no daña, ni ofende. El respeto es tal vez la virtud más necesaria y, por desgracia, a menudo la más escasa.
Nuestro amor respetuoso de padres les da alas, les regala libertad; nunca los “ahoga” con muestras de amor o con excesivos cuidados.
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Hay cosas muy bellas para enseñarles: el mar, un amanecer, la música, una caricia, el sabor del chocolate, un beso, los arboles verdes y los rios, la lluvia, el viento en la cara, la luna, un susurro, las nubes, el tacto de la arena bajo tus pies...
La clave de todo esto es Amar. Amar a todos los que te rodean, amar lo que haces, amar a quienes te aman. Amar mucho esta vida.